Estaba
una vez San Francisco en oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por
divina revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como
por un grande ejército; pero ninguno de ellos lograba entrar en el convento,
porque todos aquellos hermanos eran de tanta santidad, que los demonios no
hallaban por dónde penetrar.
Pero
ellos perseveraban en su empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un
enfado con otro, y andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él.
Y
este mal pensamiento fue la brecha que vio abierta el demonio; así pudo
penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuello de aquel hermano.
El
pastor amante y solícito, que velaba de continuo sobre su grey, viendo que el
lobo había entrado para devorar su ovejita, hizo llamar en seguida a aquel
hermano y le ordenó que descubriera allí mismo el veneno del odio que había
concebido contra el prójimo, y que le había hecho caer en las manos del
enemigo.
Quedó
él espantado al verse conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su
rencor, reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y misericordia.
Hecho esto, una vez que él fue absuelto del pecado y recibió la penitencia,
inmediatamente huyó el demonio ante San Francisco.
El
hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por la bondad del buen
pastor, dio gracias a Dios y, volviendo corregido y amaestrado a la grey del
santo pastor, vivió en adelante en grande santidad.
En
alabanza de Cristo. Amén.
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