Toda la vida
de Jesús se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo; al
comienzo es El quien cubre con su sombra a la Virgen María en el
misterio inefable de la Encarnación; en el río Jordán es también
El quien da testimonio del Hijo predilecto del Padre y quien lo
conduce al desierto. En la sinagoga de Nazareth Jesús en persona
afirma: "El Espíritu del Señor está sobre Mí" (Lc
4,18). Este mismo Espíritu, El lo promete a los discípulos como
garantía perenne de su presencia en medio de ellos. Sobre la
Cruz lo devuelve al Padre (cfr Jn 19,30), sellando de este modo,
al amanecer de la Pascua, la Nueva Alianza. El, el día de
Pentecostés, por fin, lo derrama sobre toda la comunidad
primitiva para consolidarla en la fe y lanzarla por los caminos
del mundo.
La liturgia de
este Domingo nos propone meditar sobre el siguiente texto del
Evangelio de
San Lucas 4, 14-21
"Jesús volvió
a Galilea con el poder el Espíritu y su fama se extendió en toda
la región.
Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como
de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura.
Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo,
encontró el pasaje donde estaba escrito:
"El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha consagrado
por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los
pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor".
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos
en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él.
Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este
pasaje de la Escritura que acaban de oír»
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