Llegando al Calvario, lo tumbaron sobre la cruz y extendiendo su brazo derecho sobre el madero, lo ataron fuertemente; uno de sus ejecutores puso la rodilla sobre su pecho, otro le abrió la mano, un tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro, su sangre salpicó los brazos de sus verdugos. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del ancho de una moneda; tenían tres caras, eran del grueso de un dedo pulgar; la punta sobresalía por detrás de la cruz.
Después de haber clavado la mano derecha de Nuestro Señor, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero designado. Entonces ataron una cuerda al brazo izquierdo de Jesús y tiraron de él con toda la fuerza hasta lograr que la mano llegara. Esta brutal dislocación de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantó, sus piernas se contrajeron y sus quejidos se oían en medio de los martillazos, entonces hundieron otro clavo en la mano izquierda.
Habían clavado en la cruz un pedazo de madera para sostener los pies, extendieron sus piernas y las ataron con cuerdas a la cruz, pero los pies no llegaban, entonces ataron una cuerda a su pie derecho y tiraron de él, la dislocación fue tan espantosa que se oyó crujir y Jesús exclamó: «Dios mío, Dios mío». Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho y lo taladraron aparte. Cogieron un clavo más largo que los de las manos y lo clavaron con el martillo atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el mástil de la cruz, fueron treinta y seis martillazos.
📚 Extracto del libro La amarga Pasión de Cristo de Ana Catalina Emmerick
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