“Es muy grande cosa
saberse nada delante de Dios, porque así es” (Surco, 260)
El otro enemigo,
escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que
lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados
a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no sabe
descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la
expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes
materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea
–los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– sólo con
visión humana.
Los ojos del alma se
embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de
Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia,
que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame
libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera
el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses y, al
llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
(...) La lucha
contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente
que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez
del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una
barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los
demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra. (Es Cristo que pasa, 6)
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