Llégate a Belén, acércate al Niño, báilale, dile tantas cosas
encendidas, apriétale contra el corazón... No hablo de niñadas: ¡hablo de amor!
Y el amor se manifiesta con hechos: en la intimidad de tu alma, ¡bien le puedes
abrazar! (Forja, 345)
Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de
mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el
misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto,
nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir
la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones
humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía
la vida de los hombres.
He procurado
siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta
manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es
Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de
este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar de
conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo
Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar
terreno de Jesús.
Porque hemos de
reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de
leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración, como
ahora, delante del pesebre.
Hay que entender las
lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde
que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres. Jesús, creciendo
y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el
quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. (Es Cristo que pasa, nn. 13-14)
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