El Rosario de la
Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo
el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por
numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez
y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio
apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a
producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino
espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no
ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente
empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc
in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al
mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14,
6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen
los deseos de la historia y de la civilización».
El Rosario, en efecto,
aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración
centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes,
concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico,
del cual es como un compendio.
En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat
por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con
él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la
belleza del Rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de
su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes
gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del
Redentor.
«Oh Rosario bendito de
María, dulce cadena que nos une con Dios,
vínculo de amor que nos une a los
Ángeles,
torre de salvación contra los asaltos del infierno,
puerto seguro en el
común naufragio,
no te dejaremos jamás.
Tú serás nuestro consuelo en la hora de
la agonía.
Para Ti el último beso de la vida que se apaga.
Y el último susurro
de nuestros labios será tu suave nombre,
oh Reina del Rosario de Pompeya,
oh
Madre nuestra querida,
oh Refugio de los pecadores,
oh Soberana consoladora de
los tristes.
Que seas bendita por doquier,
hoy y siempre, en la tierra y en el
Cielo».
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