Cada vez más deseoso de propagar la devoción al Santo Rosario, Santo Domingo hubiera querido recorrer el mundo, para enseñarlo a todos los hombres. En Lombardía convirtió a cien mil herejes por este medio. Él mismo pasaba gran parte de las noches rezando tres rosarios: uno por él, otro por los pecadores y el último por las almas del purgatorio. Toda su vida se aplicó fielmente a esta práctica, incluso cuando el trabajo y la fatiga abrumaban su cuerpo, agotado por la penitencia. Durante estos tres rosarios, siempre se imponía una disciplina sangrienta. ¡Y qué éxito tuvo en sus viajes apostólicos!
Un día, mientras predicaba en la orilla del mar ante una gran multitud, unos piratas lo agarraron y lo secuestraron a la vista de la gente, que no pudo rescatarlo. Un acontecimiento tan trágico le dio la oportunidad de realizar nuevas conquistas. Pues una furiosa tempestad, surgida por una disposición divina, puso al barco a un palmo de su perdición. Entonces estos hombres, todos ellos mahometanos, imploraron la asistencia de Domingo ante Dios. El Santo primero les hizo renunciar a Mahoma; les instó a pedir el bautismo y a abrazar la práctica del Santo Rosario. Una vez obtenidas estas tres cosas, calmó milagrosamente la tormenta y el barco desembarcó en Bretaña. Allí bautizó a sus nuevos conversos y estableció para ellos la Cofradía del Rosario.
Es
un acto admirable de la Providencia entregar al Santo en manos de sus
enemigos, para hacer de ellos amigos de Dios y servidores de la Reina
del Cielo. Convirtámonos, como Santo Domingo, en celosos propagadores de
la devoción del Rosario. Así aseguraremos la salvación de todos
aquellos a los que se la hayamos inculcado eficazmente
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