“La muerte es el principio”.
“La muerte es el final”.
Y entre estas dos formas de pensar surge “Halloween”: fiesta pagana que, cual serpiente engañosa, pretende “tranquilizar” a los primeros edulcorando ese sentido trágico que tienen de la muerte y se la presenta como algo festivo y jocoso.
Pero tras esta supuesta fiesta, se encierra un único deseo: coquetear con una muerte exenta de sentido trascendente, bailar al son de una música siniestra, disfrazada de máscaras y juegos, que solo pretende distraernos para que nos olvidemos de que la muerte es el principio, de que recemos por los muertos.
Halloween es la fiesta de esa muerte que ofrece el padre de la mentira, mentira que cala en quienes piensan que todo esto son exageraciones, que en ellos no hay ninguna intención perversa, que lo único que pretenden es pasar un momento alegre y, en vez de estar tristes o llorar, dedicar un tiempo a la fiesta.
¿A la fiesta? ¿Qué “fiesta”?
La muerte genera, principalmente, dos sentimientos: el dolor y la piedad.
El primero nace del corazón, que se desgarra ante la ausencia de un ser querido; el segundo, de un sentimiento más íntimo (llamémosle alma, con perdón), que desea que quien ha llegado a su fin en la tierra siga viviendo, felizmente, en la otra.
Y por eso surge “Halloween”: para que nos olvidemos de este último sentido trascendente y celebremos una muerte cuyo máximo atractivo es regalar chuches o disfrazarse de vampiro.
Y habrá quienes lo celebren (tal vez la mayoría) sin esta intención, pero, no por ello, se convierten en engañados voceadores de una gran mentira, de un gran engaño: Halloween, esa “fiesta” en la que las máscaras y disfraces ocultan el siniestro plato de una muerte fría, una muerte que solo busca que nos olvidemos de que es el principio, de que recemos por los muertos.
Una fiesta que es un gran engaño porque nace del padre de la mentira .