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miércoles, 18 de noviembre de 2009

En el corazón del cristianismo: la alegría




El cristiano vive con una alegría profunda, porque sabe que Dios nos ofrece un don inmenso,nos ha abierto las puertas de los cielos.



La fe católica arranca desde una experiencia, desde un encuentro, desde una certeza: Dios ha intervenido en la historia humana, Cristo es el Salvador del mundo.

No somos defensores de un sistema ético más o menos perfecto. No somos herederos de tradiciones humanas, con sus luces y con sus sombras. No somos simples evocadores de una doctrina surgida desde el judaísmo y plasmada a lo largo de los siglos en el Credo y en los concilios.

Somos seguidores de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero Hombre, Señor y Salvador del mundo.

Hay, en el corazón del cristianismo, una certeza profunda: Dios ha intervenido en la historia humana, Dios ha enviado al Mesías, Dios ha abierto las puertas de los cielos, Dios ha ofrecido el perdón a los pecadores, Dios nos invita a ser hijos en el Hijo.

Por eso el cristiano vive con una alegría profunda, porque sabe que Dios nos ofrece un don inmenso.

Benedicto XVI lo explicaba así: “dentro de nosotros debería surgir nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos haya mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría resurge entre nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes” (Benedicto XVI, homilía, 30 de agosto de 2009).

Se trata de una alegría que hace a los católicos convincentes y misioneros, como subrayaba el Papa en la homilía antes citada: “donde esta alegría está presente, ésta -aun sin querer- posee una fuerza misionera. Suscita, de hecho, en los hombres la pregunta de si no está verdaderamente aquí el camino, si esta alegría no lleve efectivamente a las huellas del mismo Dios”.

Los hombres necesitan descubrir la gran verdad cristiana: Cristo ya vino al mundo. Nos toca a los bautizados testimoniarlo, desde la alegría humilde de quienes acogen y viven un don maravilloso y transformante.
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net

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