Una es la del Jubileo: justicia, liberación y misericordia.
La otra, la del palacio de Herodes: injusticia, esclavitud del pecado y miedo al qué dirán.
Levítico 25 nos habla del año jubilar: cada 50 años, la tierra descansa, los esclavos se liberan y las propiedades se devuelven.
Dios enseña que todo es suyo y que nadie puede apropiarse para siempre de lo que recibió como don.
Es una llamada profunda a la justicia social, pero también a la confianza.
Dios promete que en ese año sagrado no faltará el alimento.
Lo que la tierra dé "por sí misma" bastará.
También es una lección de humildad: “Que nadie perjudique a su prójimo. Temed a vuestro Dios” (Lev 25,17).
Quien olvida que todo es gracia, se vuelve opresor sin darse cuenta.
Pero el Evangelio (Mt 14,1-12) nos despierta con la brutal escena de la muerte de Juan el Bautista.
Un rey débil, una madre rencorosa, una joven manipulada, y un profeta que pierde la cabeza… literalmente.
Juan muere por decir la verdad.
Le dijo a Herodes que no le era lícito vivir con la mujer de su hermano.
Y por no querer perder la imagen ante sus invitados… Herodes perdió su alma.
El contraste es impactante:
Mientras Dios propone un tiempo de reconciliación y libertad,
el poder mundano mata al que le recuerda su pecado.
Pero no todo termina ahí:
Los discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron y fueron a contárselo a Jesús (Mt 14,12).
¡Qué imagen tan hermosa! Llevarle a Cristo el dolor, la pérdida, la fidelidad herida.
Juan sigue siendo profeta, incluso muerto.
Su martirio no fue en vano.
Fue semilla de un Reino donde la verdad no se negocia y la justicia no se compra.
Hoy el mundo necesita profetas.
Y necesita también jubileo: que muchos vuelvan a casa, recuperen su alma, su vocación, su lugar.
¿Estamos dispuestos a perder nuestra vida por la Verdad?
Que todos los pueblos alaben al Señor, dice el salmo.
Pero que no lo alaben solo con cantos…
sino con vidas justas, con corazones liberados, con la valentía de los que no se venden.
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