Cuando una persona ha llegado al amor del bien y la imitación de Dios (…) revestirá los sentimientos de longanimidad del Señor. Rezará como él por sus perseguidores: ´´Padre, perdónalos, ya que no saben lo que hacen” (Lc 23,24).
Es la marca evidente de un alma todavía no purificada de los vicios. Las faltas del prójimo sólo encuentran en ella la censura rígida de un juez, en lugar del sentimiento de misericordia y compasión. No llegamos a la perfección del corazón si no es con la plenitud de la Ley “Ayúdense mutuamente a llevar las cargas, y así cumplirán la Ley de Cristo” (Gal 6,2), con la virtud de la caridad “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13,4-7). Ya que “El justo provee a las necesidades de su ganado, pero las entrañas de los malvados son crueles” (Prov 12,10).
El monje, es cierto, está sujeto a los mismos vicios que quizás condena con severidad rigurosa e inhumana en otros. Así, “El que cierra los oídos al clamor del débil, llamará y no se le responderá” (Prov 21,13).
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
Conferencias, De la perfección, X (SC 54. Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad. sc©evangelizo.org
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